miércoles, 8 de junio de 2011

El fondo del pozo

Este es un relato que envío alguien de España. No se su nombre, pero su historia es tan verdadera como estremecedora. Los que tenemos la desgracia de que nos alejen de nuestros hijos y hasta los pongan en contra nuestra lo entenderan mejor.

Despierto en una celda llena de hombres y de un olor a pies que se puede cortar con el mango de una cuchara. Despierto, pero no estaba dormido. Tengo una idea nebulosa de cómo he llegado hasta aquí.

Esta noche la policía cree que soy un maltratador, como los que salen por la tele a todas horas. Cien, doscientas, mil veces cada relato, contagiando a los tarados que aún no se han decidido a matarla. El efecto llamada de la tele que aconseja que los periodistas no hablemos de suicidios. No hay pruebas contra mí, porque no hay parte de lesiones. No hay parte, porque mi mujer no tiene ninguna lesión. Y no hay lesión porque no ha habido malos tratos. Salvo una vez que me rompió el mando a distancia en la cabeza. No hay nada, pero parece ser que soy un maltratador porque lo dice mi mujer. Su palabra es moneda única en una isla oscura del derecho donde soy el malo sólo por haber nacido con el sexo equivocado.

Horas antes. Llaman. La policía. Me han denunciado. Pregunto si he hecho algo malo con el coche y me contestan que eso no lo aclaran por teléfono. Mi mujer me ha amenazado muchas veces con denunciarme por maltrato, pero no creo que se haya envilecido tanto. Llego a la comisaría y los policías municipales me tratan con amabilidad. Rellenan documentos. Al rato, uno de ellos dicta algo referente a “el detenido”. Desde mi silla, que está frente a la mesa de despacho, levanto las cejas:

- Pero, ¿quién es el detenido?
- Usted no se preocupe.
- Ya, ya, pero ¿quién es el detenido?
- Usted. No se preocupe.
- ¿Voy a dormir en un calabozo?
- Seguramente podrá ir a su casa, pero usted no se preocupe por eso.

Me preocupa que me aconseje tantas veces que no me preocupe. Llegan los papeles de la declaración de mi mujer. No contenta con denunciarme por pegarle, ha pedido una orden de alejamiento. Como los agentes temen que yo vaya a dormir a mi casa y cometa algún disparate; o como no lo temen pero prefieren curarse en salud por si hago una barbaridad, pues los hombres siempre hacemos barbaridades, todos los hombres, todas las barbaridades; pues ahora resulta que sí voy a pasar la noche a la sombra.

¿Qué voy a dormir dónde…? ¿Yo? ¿Hoy?

Todavía no imagino que eso será una odisea que me marcará con un recuerdo poco grato.

Me dejan hablar a solas con mi abogado, que me ha asistido durante la declaración ante la policía. Charlamos en un cuartito lóbrego con un tubo de neón de fulgor tenue. Salimos y un policía me dice que espere, pero en lugar de en el banco de la entrada, como cuando entré, mejor en el cuartito. Suena a mi espalda el correr rotundo del cerrojo y me vienen a la mente imágenes de películas de cárceles. Me hundo en la penumbra, peleando con varios pensamientos atropellados. ¿Esto es verdad? ¿Esto es normal? ¿Sin una sola prueba? ¿Sin haber hecho nada? ¿Estoy así de solo? ¿Adónde me van a llevar? ¿Por qué se ha ido mi abogado?

Me han quitado el teléfono. Tres veces he pedido que me lo devolvieran para llamar y tres me lo han negado. He preguntado inocentemente por qué y, al cuarto intento, me han explicado que los detenidos tienen que estar incomunicados. Trago saliva. Cómo ha cambiado mi estatus. Qué poco lo había valorado hasta ahora. Hoy, quitarte el teléfono portátil es dejarte desvalido. Cuando te quedas sin él estás aislado por primera vez en tu vida. Estás desnudo y te vuelves muy pequeño en el fondo del calabozo que hay dentro de ti.

En el fondo del tabuco, el tiempo repta lento y oscuro. No sé cuánto llevo allí, debajo de la penumbra. El policía abre la puerta y me pregunta qué tal lo llevo. O le pesa la culpa de tenerme allí o es muy amable. Vuelve a cerrar. Pasa un tiempo eterno que gotea. Me sacan del calabozo y me esposan con las manos delante. “Solemos ponerlas detrás, pero usted no va a escaparse”. Sí era sentimiento de culpa. Cuando no están ante un delincuente, actúan de manera distinta. No los imagino haciéndole de niñera, como hacen conmigo, a un atracador peligroso. Me van a trasladar a una comisaría grande de Moratalaz, una especie de hotel subterráneo, enrejado y enorme. En mi inocencia, espero que me toque pasar la noche en un calabozo individual. Incluso espero dormir, pues tengo la impresión de que todavía es temprano.

¿Qué hora es? Qué hora es-qué hora es-qué hora es, joder.
¿Qué estará haciendo Claudia?

Las hijas, los hijos, no son nuestros. Sólo un poco. Salvo para pagar. La mayor parte pertenece al contrario.

Siempre el tiempo. En el universo paralelo pasan cosas imposibles y no existen las horas. Mi reloj estaba en el teléfono y eso me desorienta todavía más. La noche será larga, pero ni “larga” ni “corta” significan nada ya. Los adjetivos han muerto. Incluso kafkiano. Desgraciadamente, he leído El Proceso, así que sé lo que significa el vocablo más utilizado por quienes no lo han leído. Mi cordura va por el mismo camino que los adjetivos.

Como tampoco sé qué ha dicho ella en su denuncia, ignoro por qué estoy detenido. Desorientación. Casi estado de choque. Las calles pasan hacia la parte trasera del coche patrulla de forma un tanto irreal. Quiero formar parte de ese decorado, pero como caminante y de los buenos, de los que no llevan esposas. Qué importante es la libertad que no he valorado en todos estos años. Me muero por ver una película, o dar una vuelta, o hacer cualquier cosa mientras espero el juicio que van a celebrar mañana. Lo que sea, pero fuera. La puerta del coche patrulla no tiene manija por dentro. Si tenemos un accidente, me frío allí mismo.

Llegamos a Moratalaz. El hotel. Allí cambian ambiente y modales de los agentes. Estos nacionales

No entiendo nada, no sé ni qué policías son. Parecen maderos.

…no aprendieron de pequeños a decir “por favor” y ya es tarde para enseñarles. Cuando uno me grita “¡Ven aquí!”, algo me dice que no le conteste “Nos conocemos de algo, agente?” Mejor calladito. Me alegro de no haber respondido cuando el mismo individuo, un rapado atlético de unos treinta años y aspecto paramilitar, sienta de un bofetón a un detenido muy pesado que dice estupideces sin parar. Como el pobre diablo sigue gritando, varios agentes lo muelen a porrazos y a patadas. De modo que estas cosas siguen pasando.

Como con Franco. Supongo.

No conocí la dictadura. Otro energúmeno uniformado rebuzna: “¡Aquí no se puede fumar! ¡Esto es un lugar público!”. Junto a él, su compañero fuma un cigarrillo con las pezuñas sobre la mesa mientras trasiega cerveza de


una lata de Carlsberg. Dedica a los detenidos algunas lindezas que adorna con profundas convicciones democráticas: “¡Los bolivianos! ¡Ésos son! ¡Ésos tienen la culpa de que mi niña no tenga una beca de comedor!”.

Joder, qué bien he estado calladito.

Antes de llevarme a la celda, me quitan el cinturón y los cordones de los zapatos para que no me cuelgue. Podré cortarme las venas, porque me devuelven los billetes que llevaba. Temen que el dinero desaparezca en sus propias manos. En el hotel se duerme poco y mal, sobre una colchoneta fina tirada en el suelo y, los menos escrupulosos, bajo una manta repugnante de color panza de burro que no ha conocido jabón en su añejo existir. Tiene que estar cargada de ladillas. Los más melindrosos preferimos el frío. Los hay que duermen como troncos; son los habituales del establecimiento, que nadan en el ambiente patibulario como peces en el agua y no están enfadados con el Sistema sino consigo mismos por haberse dejado coger. Dos novatos sollozan. Varios detenidos con currículo narran a los cuatro vientos sus hazañas carcelarias y de comisaría. Eduardo dice, orgulloso, que ya ha sido detenido en dieciocho ocasiones. Roba en grandes almacenes y justo han tenido que ir a por él ahora que se había llevado cuatrocientos dieciocho euros, rebasando por error el límite que permite que te detengan. Estaba trabajando con la Vane, que es su mujer y que está detenida aquí mismo. Según Eduardo, la cosa tiene narices, porque ella está embarazada de tres meses. En sus palabras no hay sentimiento de culpa. Describe el panorama y el futuro cercano, pero no hace juicios morales sobre su trabajo. Desde el otro lado de nuestros barrotes nos llega un “¡Te quiero!” dirigido a Eduardo con voz rota. Es la Vane, una morena guapa y despeinada que, en chándal, cruzó hace un rato por delante de nuestros barrotes rumbo a la habitación de las chicas. Toda la familia es del gremio. La madre de la Vane está en la cárcel de Brieva cumpliendo una condena de cuatro años, pero ya ha pagado dos y medio.

Maltratador.

La palabra zumba dando vueltas dentro de mi cráneo. En casa nadie ha tocado a nadie, salvo aquella vez del mando a distancia.

Lo que más impresiona del hotel es comprobar cómo casi la mitad de los huéspedes está allí por denuncia de malos tratos. Detenciones de hombres en masa. Madrid. Siglo veintiuno. Soy periodista, pero no sabía esto. ¿Lo sabe alguien que no haya bajado esta escalera? Uno de los que sollozan es empleado de Telefónica: Clemente. Lo han detenido en la empresa, con las muñecas por detrás en los grilletes, y difícilmente podrá borrar ante sus compañeros los estigmas que le han atravesado las manos y helado el corazón. “Le dije que iba a separarme de ella y me pidió que no lo hiciera. Luego me dijo que su padre, que es policía retirado, me iba a pegar dos tiros. Finalmente, me ha denunciado esta noche porque yo iba a pedir hoy el divorcio”. Clemente dice que ya nunca se fiará de otra mujer. Voy a opinar que es injusto que generalice cuando vuelve a abrir la boca: “¿Y si la próxima también me denuncia, y ya con este antecedente?”- dice respirando entrecortado.

¿Y si me callo, porque este tío tiene razón y yo soy imbécil?”

Los huéspedes del otro gremio (no los civiles, sino los manguis) son auténticos artistas colando droga en las celdas de la comisaría de Moratalaz ante las narices de los policías nacionales, tampoco muy preocupados por el particular. Uno lleva una piedra de hachís en el forro de sus deportivas y otro ha pasado un cigarrillo metiéndoselo en los calzoncillos. La Vane, toda una heroína, ha conseguido colar, sabe Dios dónde lo habrá escondido, ¡un mechero! que irá circulando por las celdas de mano en mano, entre barrote y barrote. No sólo los carceleros tienen derecho al


tabaco. Algunos hombres culpables, pleonasmo, fuman cigarrillos y porros. Cuando el mechero de gas se agota y el papel también, Eduardo y Yassir encienden una piedra sólo con la chispa y fuman aspirando directamente las emanaciones de la diminuta porción de droga, sin
tabaco ni papel. Yassir es un marroquí de unos veinticinco años que ha pasado seis en la cárcel, fue expulsado de España y ha sido detenido casualmente por la policía en plena estancia ilegal aquí. Me cuenta orgulloso su mayor hazaña en la Modelo de Barcelona: haberle pegado un palizón que no olvidará, “casi lo mato”, a otro recluso dejándole la cara marcada.

¿Voy a dormir con este pájaro de la cicatriz?

Alguien le pide al de Telefónica que se tranquilice. Bajo la voz y, en un aparte, le digo que no pasa nada y que lo único que no se le puede decir a alguien que ha perdido la calma es “ten calma”. Que piense en que mañana estaremos fuera, cosa que ignoro por completo porque aún no conozco las interioridades del Sistema. De hecho, no sé que el Sistema existe; llevo cuarenta y dos años pensando que vivo en una democracia que no persigue a la gente por el tipo de sus genitales.

¿Cómo era aquello del lechero de Churchill? ¿Pasan allí estas cosas?

Mantengo la calma, pero no puedo dormir sumergido en tanta épica carcelaria, tanta claridad en la habitación de un hotel en el que la luz no se apaga y tantas voces que piden tabaco de celda en celda. Ya no queda hachís “rico, rico, rico”. La noche, un tiempo blanco y lábil sin nada que hacer entre cuatro paredes, sería eterna sin Eduardo, que mata las horas con la narración repetida de sus aventuras. Se cree Makinavaja, pero es un chorizo de poca monta que malvive mangando camisetas de Gucci. Parece ser que todavía no ha pisado la cárcel. El chico de las gafas que


intenta dormir tumbado a mi lado no ha cruzado palabra con nadie. Forma parte de la otra mitad de los detenidos, la

parte silenciosa que, con los ojos muy abiertos, no termina de creer lo que le está pasando. Queda el trámite de la toma de huellas, que la policía científica realiza sobre las cinco de la mañana, no vaya a ser que alguien pueda dormir algo. Los policías con bata blanca dan menos miedo. Me toman las diez huellas de los dedos de las manos. Me fotografían de frente y de lado, como en las películas.

Dos horas después intentan despertarnos a gritos. En vano, porque ya estamos despiertos casi todos. Dos clientes habituales del establecimiento sí se desperezan lentamente. Algo divertido por fin: nos entregan un cartoncito de zumo y cinco galletas maría, todo ello envuelto en un plástico que reza “Cuerpo Superior de Policía”. Galletas Madero, vamos. Reparo en que esta gente no nos ha servido nada de cenar. Nos permiten ir al retrete y nos devuelven a la celda para hacernos esperar aproximadamente una hora más. Siempre esperar. El tiempo del cautivo vale tan poco como él. Nos esposan de dos en dos. A Yassir, apretándole tanto la muñeca que la mano se le pone morada. Protesta, pero no le hacen caso. No somos ciudadanos. Lo peor está por venir: nos meten de siete en siete en furgonetas homologadas para cuatro o cinco personas. Sería gracioso que la Guardia Civil nos parase y multase a la Policía Nacional por llevar sin cinturón a dos chorizos y cinco asesinos de mujeres. Si no has visto una de estas lecheras por dentro, no has visto nada. El habitáculo es un cubo sin ventanas y casi hermético; hay un respiradero en el techo, pero está cerrado. También hay un ventanuco rectangular enrejado que no da al exterior sino al cogote del conductor. Mi compañero de grilletes

Pero ¿qué hago yo esposado a un tipo en un furgón?

…padece claustrofobia y los demás nos dejan que nos coloquemos tras el ventanuco. Sensación de angustia oscura en el cajón superpoblado y sin ventilación. Viaje eterno. Llegamos a lo que cuando saco la cabeza del camión de cerdos resulta ser la Plaza de Castilla. Otro hotel. Con el mismo número de estrellas. Los nacionales nos sacan del ataúd, siempre a gritos, siempre con desprecio, y aterrizamos en los calabozos más famosos de España. Aquí, la Policía volverá a tratarnos amablemente. Deambulamos durante varias horas de celda en celda y terminamos todos en una muy grande, un habitáculo desconchado y muy deprimente. Para que esto sea El Expreso de Medianoche sólo falta que la gente dé vueltas. Prefiero no saber a qué huele. El día luce lejos, en una ventana muy alta que da a la acera. El albañal dispuesto para orinar me demuestra que no conocía el significado de la palabra “repugnante”. Si quieres exonerar el vientre, te exhibes frente a treinta personas tras un muro bajo que no tapa la mitad de tus miserias. No hay retretes dignos aquí porque aquí no hay ciudadanos sino reses. Nunca desde fuera me había parado a pensar que los de dentro se convirtieran en animales. No me parece justo ni para los culpables.

¿Cómo serán las cárceles de Marruecos?

Cuando empiezo a encontrar cómodo el muro contra el que estoy recostado, uno de los detenidos me advierte que estoy descansando contra una pared pintada desde arriba hasta abajo con excrementos. Me incorporo y me giro con cierta calma, porque parece que el asunto tiene ya poco arreglo. En efecto, hay en el muro pintadas marrones de gente que está cagándose en todo.

Ya despunta la tarde cuando el juez me llama. El Sistema me ha tenido retenido casi veinte horas. Una pareja de la Guardia Civil, también correcta, me habla de usted y me pasea esposado por todo el edificio de los juzgados. El estigma llama la atención: la gente, toda la gente, te mira primero a las esposas y después a la cara. En principio, espero no encontrarme con nadie conocido, aunque después de tanto tiempo sin dormir empieza a darme todo igual. Llego con mi abogado, un novato que se pone muy nervioso delante del juez, a la sala donde un dios menor decidirá el futuro de un malhechor que no ha hecho ningún mal. Es un juzgado de Violencia contra la Mujer.

Pero, ¿hay juzgados sólo para mujeres? ¿Castigos sólo para algunos? ¿Leyes distintas? ¿Estamos en España?

El juez ordena a los guardias que me quiten las esposas. Efectivamente, es el eterno demiurgo; si chasquea los dedos, voy adentro. Los agentes se quedan cerca de mí. El juicio dura un cuarto de hora. Mi mujer, tan aterrorizada como estaba por la situación, no se molesta en presentarse para explicar por qué. Su declaración dice que hace años le di un empujón. Es mentira. Hoy no se decide sobre mi acusación penal porque éste es un juicio de medidas provisionalísimas: se fija la pensión que pagaré de momento, hasta que tengamos las provisionales, que dirán lo mismo: que la peque es de ella. El piso me da igual. Al juez le sorprende que pida la palabra para decirle que lo único que me importa es ver a mi hija. La tendré conmigo los martes y los jueves por la tarde, y los fines de semana alternos. Aunque mi pequeña tiene cuatro años y no sabe por qué ha desaparecido su papá, el que se levantaba cada noche cuando ella lloraba, mi mujer decide que el primer fin de semana es suyo. Me sueltan. En la calle sobra luz. Cojo un taxi. Voy a la comisaría para que la Policía Nacional me escolte hasta mi casa, en adelante su casa pagada por mí, para recoger mis cosas. El procedimiento de selección consiste en que cojo lo que ella señala y pierdo lo que ella se adjudica. Se queda con las películas de mi niña

¿Su niña?

…que yo grabé durante toda su vida y toda mi vida con mi cámara.

Los párpados se vuelven persianas, pero los sostengo bien arriba. Me obligo a escribir esta historia antes de dormir, todavía fresca. A lo mejor un día le sirve a alguien que sufre."